viernes, 28 de febrero de 2014

POR QUÉ UN CACTUS CON CORBATA SERÍA UNA OPCIÓN POLÍTICA VÁLIDA


La idea de que un cactus pudiera regir los destinos de una nación puede parecer absurda; no obstante, no hay que darle muchas vueltas al asunto para poder llegar a la conclusión de que en el trasfondo reside una verdad chocante e irrefutable: quizá no llegara a hacerlo mejor, pero desde luego no lo haría peor. Y habría una larga serie de ventajas añadidas. Veamos varios puntos que sustentan esta teoría.

 

1. Un cactus es incorruptible.

 

En efecto, es bien sabido que el cactus es una planta que necesita muy poca agua para su supervivencia. A un promotor inmobiliario, a un especulador, a un ejecutivo del mercado de valores, le iba a resultar sumamente difícil obtener por parte de un cactus una concesión o información ventajosa como pago a un soborno, puesto que una mínima cantidad de agua, digamos un vasito semanal, está al alcance de cualquier ciudadano.

 

2. Un cactus no tiene amigos.

 

Aunque podría congeniar con diferentes caracteres de la naturaleza, no es común que un cactus intime con nadie, y menos con seres humanos, a los que racialmente ha despreciado siempre, sobre todo a los tipos calvos. Jamás se daría la circunstancia de encontrar a un amiguito o un familiar de un cactus que ocupase un puesto de asesor o chófer en el Gobierno.

 

3. Un cactus no necesita coches oficiales o dietas.

 

Bastaría con plantar al cactus en una maceta y dejarlo ante su micrófono en el Congreso. Quizá no propondría muchas reformas de ley, pero desde luego tampoco gastaría dinero público en transporte o alojamiento para acudir a su puesto de trabajo. La apertura periódica por las mañanas de un ventanal de la sala sería suficiente para que le diera un poquito de sol y una refrescante brisilla mañanera.

 

4. Un cactus no echaría la culpa al Gobierno anterior.

 

Jamás un cactus se ha quejado de la herencia recibida. Antes bien, ejerce de un comportamiento ejemplar, y si gobernase de manera desastrosa no tendría ningún problema en abandonar su puesto.


 

5. Un cactus no depositaría sus ganancias ilícitas (o lícitas) en un paraíso fiscal.

 

Es poco lo que un cactus sabe de economía propia o ajena. Además de carecer por completo de ese sentimiento usurero y egocéntrico que empuja a un ambicioso, que ya tiene mucho, a tener más, más, más y más.

 

6. Un cactus no ocupará cargos en empresas “amigas” tras dejar su gestión.

 

Desde luego un cactus rechazaría una oferta del tipo “asesor vitalicio de una empresa energética” por haber concedido, durante su legislatura, ciertos favorcillos a empresas del sector bancario o energético. Es una planta de necesidades simples y jamás entendería el funcionamiento del mecanismo que relaciona la política y la economía.

 

7. Un cactus no cobra finiquitos, ni en directo ni en diferido.

 

La condición de cactus lleva implícita en su mismo ser la idea de que, una vez haya abandonado un puesto de responsabilidad, no va a costar dinero a nadie por los servicios prestados; es tal su filantropía que sería capaz, incluso, de ceder sus honorarios a una asociación de Amigos de los Vegetales.

 

8. Un cactus no aprobaría leyes costrosas y rancias bajo la presión de la Iglesia.

 

Debido a su calidad de Planta Agnóstica y Atea (P.A.A.), cualquier influencia del sector eclesiástico en sus decisiones quedaría descartada. Bajo el mandato de nuestro Cactus, la Iglesia Católica recurriría a lo que todo ser humano desde que su Dios castigó a Adán: tendría que ganarse el pan con el sudor de su frente… y punto.

 

9. Un cactus no recortaría en I+D

 

Una de las preocupaciones mayores para un cactus reside en su perpetuación en el tiempo. Cuanto más viva, mejor. Sí, como toda especie vegetal o animal. Por lo tanto un cactus apreciaría la importancia suprema de la Investigación científica como ayuda a esta perpetuación, y como solución a medio plazo para la problemática actual del desempleo.

 

10. Un cactus no permitiría el mantenimiento de la Monarquía.

 

Hasta un cactus entiende que un cargo tan destacado como el Jefe del Estado no debería ser hereditario por designio divino. Seguramente propondría primero su disolución absoluta, y en caso de no ser posible, al menos un acceso por méritos a tal posición, para que sea ejercido por alguien que se lo ha ganado con su esfuerzo por el estudio, no por su esfuerzo de ser parido en el seno de una familia concreta.

 
En realidad son miles las ventajas de tener a un cactus en el Gobierno; de hecho todas girarían en torno a estos conceptos básicos reseñados, no se podría más que hacer ampliaciones concretas de estos puntos. Por lo tanto dejaremos que la imaginación de cada uno vuele hacia sus propias conclusiones.

Sólo se podría añadir a lo dicho una posible refutación a la teoría de por qué un cactus es una magnífica opción, y esta es la siguiente:

Un cactus no podría comunicarse, no aprobaría leyes, no aplicaría ventajas fiscales, no protegería la Sanidad, la Educación o evitaría los desahucios. No podría modificar leyes ni enviaría a los miembros corruptos de su gabinete a una prisión inmediata tras su dimisión fulminante.

Bien, esto es cierto. Sin embargo, ¿cuál es la diferencia con lo que hay ahora y con lo que hubo antes y con lo que habrá siempre en el Poder? La única diferencia es que unos tienen pinchos en todo su cuerpo y otros sólo en sus disparatadas ideas.

Así pues…

 

¡VOTA CACTUS!

Por una España Real y Próspera.

jueves, 27 de febrero de 2014

Buen viejo runrún


-Debemos remar todos en la misma dirección –insistió el jefe intermedio mientras sus superiores se reían de él en los despachos de las plantas más altas-. Esto es una barca, y tenemos que remar todos en la misma dirección. En la misma dirección, ¿entendido? En esta barca todos remamos en la misma dirección.

Uno de los trabajadores, que apenas llegaba a fin de mes, y si llegaba apenas podía pagar la luz, harto de escuchar durante hora y media la misma cantinela, sonrió con ironía y levantó la mano. El jefe intermedio frunció el ceño, visiblemente molesto por la interrupción.

-¿Sí?

-Me pido el del megáfono.

viernes, 21 de febrero de 2014

Ahórrese una sonrisa así. De la chulería bancaria y otras incompetencias.

El jueves 20 de febrero del año de Nuestro Señor de 2014 acudí a una oficina del Banco Sabadell a efectuar el pago de una sencilla tasa creyendo, en mi superlativa candidez, que el proceso iba a ser el mismo que cuando efectué uno muy similar, dos semanas antes, en un BBVA.
La oficina en cuestión es la 5034, la de la Calle Almíbar (ah, dulce almíbar, no llegaste a filtrarte nunca, a través de los adoquines y a fuerza de taconear, a esa empleada de la que referiré ciertas cosas espantosas) en Aranjuez. Creo necesario reseñarlo porque no he ido nunca a otra oficina de esta entidad (cuya reputación y directiva, a pesar de su desvinculación del nombre de la CAM, históricamente hablando, son como sabemos de lo más honesto), y no quisiera que una empleada de otra de sus oficinas se llevara una mirada torcida, retorcida o requetetorcida a causa de la de esta.
Bien, el proceso iba a ser el siguiente, simple a más no poder: llevaba impresos los tres folios que especificaban la tasa a pagar, y en otra mano el dinero en efectivo exacto, con sus 06 céntimos y todo. Esperaría pacientemente mi turno, y cuando me tocara entregaría los folios, la empleada teclearía en su ordenador unos segundos, cobraría, imprimiría los tres papeles y se quedaría uno de ellos, entregándome los otros dos. Nos daríamos los buenos días y cada uno seguiría viviendo su propia vida.
Ah, no fue así. No. ¡Funesto hado!
 
Bajo el sol abrasador del mediodía de Texas, aquel verano de 1887, el famoso forajido Stephen Sinclair, más conocido como El Justiciero de Valle Aranjuez, entró en el Saturdell Bank, Austin, con paso firme y decidido. Nadie jamás había burlado a aquel hombre sin obtener a cambio un correctivo a balazos, y aquel día no iba a ser una excepción.
 
Cuando llegó mi turno tras una brevísima espera (lo único bueno que me sucedió allí dentro) me atendió la chica en cuestión, una mujer delgada y relativamente joven cuyo nombre, por desgracia, desconozco, aunque supongo que no lo plasmaría aunque así no fuera. Por mi experiencia de dos semanas antes en el BBVA, sé que el formulario descargado, por su formato, podría suponer una sorpresa para la entidad a la hora de reflejar el cobro, pero daba por hecho que ante esta eventualidad sucedería lo mismo que en la otra ocasión: que el empleado haría su trabajo de siempre y todo iría sobre ruedas, sin más ni más. Por eso sentí la necesidad de explicárselo, tirando de mi proverbial amabilidad, a la chica en cuanto vi su cara de pasmo al recibir los tres folios de mis manos e indicarle que quería hacer un pago en efectivo.
-Hace un par de semanas hice uno igual en el BBVA y el empleado se quedó como usted; sin embargo es válido, está descargado de la web de la Comunidad directamente, de Madrid.org.
Primero me miró a mí; sin mudar su gesto de espanto miró las hojas, luego de nuevo a mí, luego las hojas. Luego a mí.
-No, sí, sí –dijo-, el formulario lo conozco. A ver…
Sentí alivio al ver que la chica, aunque con cara de haber lamido un pomelo, tecleaba en su ordenador. Clac, cataclac cataclac. Tres o cuatro veces. Meneó la cabeza, como si no le gustara un pelo lo que leía en su monitor.
-Oye… Pero aquí faltan datos.
-¿Faltan datos? –pregunté-. ¿Qué datos?
-Falta este campo de aquí. –Su dedo voló a través de la hoja sin señalar nada en concreto. Meneó de nuevo la cabeza y me tendió las tres hojas con mirada de pretendida y no conseguida lástima. –Lo siento, no puede hacer aquí el pago, tendrá que ir a otra entidad.
Lo que me temía y sospeché desde un principio, quizá a causa de un desconocido talento fisonomista: no hubo ni el más mínimo amago de preguntarle a un compañero de los que flotaban por allí si podía ayudarla. ¿Para qué? Lo más rápido, y bien me lo dejó significado con su lenguaje gestual, era que saliera yo de allí pitando cuanto antes mejor, un problema menos y a otra cosa mariposa.
He de reconocer que, de no haber sido por su cara de asco, simplemente hubiera tomado los papeles y hubiera ido al BBVA de nuevo. Sin embargo noté que una extraña furia comenzaba a hormiguearme en el estómago. ¿Qué trato era ese? ¿Debía yo perder media mañana más sólo porque a ella no le apetecía informarse y resolver SU TRABAJO? El tiempo corría en mi contra, tras el pago debía ir a la Consejería de Transportes en la calle Orense de Madrid a presentar ciertos papeles, entre los que estaban los dos que ella me debía devolver sellados. Por ese motivo, y porque soy un alma benévola en el fondo, decidí darle la oportunidad de redimirse y de rectificar su postura, y acaso que preguntara a alguien, si es que no sabía hacer SU TRABAJO.
Así que le señalé una de las hojas para que leyera atentamente, en la parte inferior, que una de las entidades colaboradoras para el pago era, precisamente, Sabadell, es decir, su lugar de TRABAJO.
-¿Ve? –le dije-. Aquí pone bien claro que puedo efectuar este pago en este banco.
Sin embargo me miró impertérrita.
-Ya le he dicho que faltan datos, tendrá que ir a otro sitio. Gracias y buenos días. –Me extendió de nuevo los papeles, que esta vez cogí.
-¿Qué hago yo entonces? –le pregunté-. ¿Me quejo a ustedes o me quejo a la Comunidad de Madrid por no poder hacer un simple pago, tal y como refleja este documento?
-Quéjese donde usted quiera –me dijo.
-Empezaré por aquí –sentencié con cara de chimpancé-. Deme una hoja de reclamaciones, por favor.
NOTA: Quiero hacer notar que pedí una HOJA DE RECLAMACIONES. Después profundizaré en este punto.
 
Stephen Sinclair, el Justiciero de Valle Aranjuez, extrajo con gran pericia y velocidad su revólver y apuntó con él al empleado del Saturdell Bank, Austin, Texas. Los hombres y mujeres que hacían sus gestiones salieron huyendo al ver la mismísima Muerte en los ojos del vaquero. El empleado, sin embargo, y acostumbrado a los atracadores y asesinos del condado, mantuvo desafiante su mirada.
-No eres el primero que me apunta con un revólver, muchacho –dijo con desdén en su curtida voz.
-No obstante –respondió el Justiciero-, sí seré el último.
 
Sin mostrar ninguna sorpresa ni ningún tipo de desagrado por el hecho de que un cliente estuviera a punto de ponerles una queja, la chica, sin levantarse siquiera, me señaló una de las mesas de más adentro, donde no había nadie que no anduviera atendiendo viejecitos.
-Hable con un compañero de ahí.
-Muy bien, muchas gracias.
Fui hacia la primera de las mesas. ¿Sabéis esas cosas que uno hace cuando quiere ser visto, que se mueve de un lado a otro para llamar la atención y se queda con dos palmos de narices porque no lo consigue? Pues eso me pasó, que ante la evidencia de que, por más que estuviera en el arco visual del empleado, él no me miró ni una sola vez a los ojos, tuve que interrumpir su charla con una señora y ser un poquito maleducado.
-Perdone, necesito una hoja de reclamaciones, la chica del mostrador me ha mandado para acá.
El hombre sí me entregó un folio fotocopiado para que rellenase mis tristes quijotadas. Hasta me dejó un boli sin rechistar.
Así que tomé asiento y meneé el boli en el aire un par de veces, como hacía cuando escribía relatos a mano, antes de esta era digital. ¿Por dónde empezar?
Esto es literalmente lo que dejé reflejado, aparte de los datos personales:
 
3. MOTIVO DE LA COMUNICACIÓN.
 
“Imposibilidad de pago de tasa en oficina colaboradora de la Comunidad de Madrid”.
 
4. HECHOS Y RAZONES.
 
“Tras la impresión según instrucciones precisas de las copias del pago de la Tasa por Expedición de Certificado de Conductores, desde Madrid.org, al ir a efectuar el pago en mostrador la señorita me informa de que “faltan datos” y sin preguntar ni consultar nada, me devuelve los impresos y me dice que me vaya a pagar a otro sitio, con lo que me obliga a retrasar mi solicitud. En el documento presentado figura “Banco Sabadell” como una de las Entidades Colaboradoras”.
 
5. PETICIÓN QUE SE CONCRETA O MODO DE RECTIFICAR POR PARTE DE LA ENTIDAD.
 
“Que al menos se muestre interés por un impreso “teóricamente” válido, y que “de no ser posible” el pago, se retiren de las “Entidades Colaboradoras” para no hacerle perder tiempo al cliente”.
 
6. DOCUMENTOS QUE SE ADJUNTAN.
 
“Fotocopia del impreso que se ha traído, para que se compruebe si el pago es viable o no”.
 
Así las cosas, decidí facilitar la fotocopia de uno de los tres impresos que llevaba (todos iguales excepto por el destinatario de cada uno: el primero para mí, otro para la Entidad y otro para la Comunidad de Madrid). Porque me parecía evidente que así los superiores de una empleada podrían comprobar directamente qué dato misterioso era ese que faltaba para que no se pudiera hacer el pago, y de ser viable en su totalidad, que le dieran un toque de atención (o un cursillo acelerado de cobros de tasas oficiales) para la próxima vez que apareciera algún otro incauto que, como yo, fuera casualmente a depender de las gestiones de un empleado de banca que no sabía –o no le apetecía- hacer su trabajo.
 
¡Bang! ¡Bang!
Dos certeros disparos, uno en la frente y otro en el corazón, y el empleado del Saturdell Bank cayó sobre su mostrador tan muerto como los viejos dioses del Olimpo. El Justiciero de Valle Aranjuez dejó que el revólver bailara alrededor de su dedo antes de enfundarlo con un hábil giro de muñeca. Unas hilachas del humo de la pólvora se difuminaron en el caldeado aire.
-Apostaste alto, amigo, y no tenías ningún as en la manga –le dijo al cadáver, bajo cuya cabeza comenzaba a formarse un charco de sangre-. Has recibido tu merecido.
 
No he escrito la última frase del último apartado de mi queja, cosa que en breve añadiré, porque hay primero que situarse en contexto, y porque seguramente con su última actuación, esta señorita empleada del Banco Sabadell de la calle Almíbar de Aranjuez redondeó su chulería para hacer de la escena toda el Chascarrillo Perfecto.
Fui al mostrador de nuevo, como de nuevo (tenía prisa, recordad) me vi obligado, ante la falta de una mirada solícita, a interrumpir alguna gestión con otro cliente.
-Perdona, ya está. Me falta sólo una fotocopia del documento para adjuntarlo a la queja.
Y por supuesto, y como no podía ser de otro modo, la señorita sintió tal gozo por dentro que no pudo evitar que se reflejara en su radiante rostro.
-Pues puede ir usted a fotocopiarlo donde quiera –respondió sonriendo. Lo juro, sonreía.
-¿No me la puede hacer usted? –le pregunté, señalando la máquina que, a su espalda, servía para aquel menester y a la que le daba, por supuesto, un uso constante en su labor documental diaria.
Su sonrisa se hizo, si cabe, aún más amplia:
-No damos ese servicio, lo siento.
No tengo ni que aclararlo, pero me quedaré algo más a gusto: yo no era un tío que va andando por la calle y necesita de pronto fotocopiar su DNI o las escrituras de su casa, y al pasar frente al banco piensa: “Caramba, pues aquí me la podrían hacer, a ver si cuela”, y entra y pide con todo el morro que le hagan una copia. No, queridos amigos, yo estaba planteando una queja supuestamente formal por un asunto concreto dentro de la entidad. En esos momentos, reconozco que ofuscado y asombrado por el trato a partes iguales, le farfullé algo similar a “Bueno, voy a añadir una cosa a mi queja” y regresé a la mesa vacía donde había rellenado lo anterior. Y escribí la última frase, con la caligrafía visiblemente alterada:
 
6. DOCUMENTOS QUE SE ADJUNTAN.
 
“Fotocopia del impreso que se ha traído, para que se compruebe si el pago es viable o no. La señorita se niega a hacer esta fotocopia porque “no dan ese servicio” así que dejo el original”.
 
Sí, en efecto: la mañana perdida, y puesto que no me salió de los mismísimos órganos almacenadores de esperma salir a la calle y ponerme a buscar una tienda de reprografía, aunque sólo fuera por no darle el gusto a la empleada, decidí que le dejaba una de las tres copias que llevaba. Aquello me fastidiaba y bastante, porque yo no tengo impresora en casa y ya obtener  tres nuevas copias me suponía que habría de ir a casa, abrir el documento pdf que genera la web de la Comunidad de Madrid, copiarlo en un pen drive o un CD y llevarlo a algún sitio; o esperar a que mi señora, como el día antes, me las sacara desde una impresora a la que tenía acceso, cosa únicamente posible por la tarde. Iría a otro banco, por supuesto, pero… con sólo dos copias hacer el pago no era posible. Me fastidió, me humilló y finalmente me restregó contra el suelo con sus zarpas de soberbia. Sólo puedo quitarme el sombrero ante una actuación tan brillantemente arrogante y retorcida hacia alguien que sólo quería hacer un pago. Olé, señorita: olé.
De modo que saqué de mi carpetilla la copia que correspondía a la Entidad y se la entregué junto con el papel de mi queja. Ella lo tomó como al descuido (estaba muy ocupada haciendo otras cosas), y sospeché que, quizá, si no era testigo de cómo dejaba presa mi copia de la tasa junto al otro folio, seguramente acabaría “oportunamente” traspapelado o algo similar, y que no quedaría constancia de que yo había hecho lo que había escrito y añadido en el párrafo. De modo que le pregunté, finalizando ya mi primera y última visita al Banco Sabadell:
-¿No va a graparlo o algo así?
Y ella, digna representante de un sector que no cuenta con demasiada simpatía popular pero que, al disponer de Poder (con mayúscula), puede permitirse hacer lo que le dé la gana con el miserable ciudadano de a pie, me dedicó una última sonrisa de desdén y murmuró mientras unía los folios con un clip:
-Ya sabemos nosotros lo que tenemos que hacer.
Me encogí de hombros y me di la vuelta para marcharme. En ese momento me di cuenta de que aún tenía el boli en la mano, y un maquiavélico y enrevesado plan para robárselo me cruzó la mente durante un instante; sin embargo, como ya he dicho, a pesar de todo soy un tipo honrado, de modo que volví al mostrador, deposité el boli publicitario sobre el mismo, bien al alcance de la empleada, y antes de abandonar definitivamente aquel lugar de ruina y desolación, dije con la voz más clara de que fui capaz:
-Su boli.
 
Epílogo.
 
Stephen Sinclair salió a la intensa luz del sol, se sacó el sombrero, se enjugó la frente, volvió a calarse el complemento que tan bien lo había protegido del implacable astro a lo largo de todos aquellos años, y emprendió el camino de regreso a lomos de su caballo. Los ciudadanos de Austin observaron al forajido y en el fondo se alegraron: aquel empleado del Saturdell Bank, maestro de la usura, había arruinado a muchas familias de todo el condado.
Se había hecho justicia.
 
Finalmente fuimos esa misma mañana, aprovechando un nuevo pago de aparcamiento de zona azul, a una tienda de reprografía relativamente cercana. Accediendo mediante el email, mi señora pudo al fin disponer del pdf que le había enviado el día anterior y sacamos de nuevo, y a buen precio, las tres copias necesarias. Fue entonces cuando se me ocurrió: aunque yo había solicitado una HOJA DE RECLAMACIONES, lo que la señorita me había facilitado era una hoja del SERVICIO DE ATENCIÓN AL CLIENTE. Una hermosa Tres Catorce para un tipo como yo. Ofuscado, y sin experiencia en la Queja Bancaria aparte de una carta que escribí hace tiempo al Santander vía email, pensé que quizá debía ir a solicitar una hoja de reclamaciones OFICIAL. No obstante, bajo ningún concepto quería volver a aquel antro de depravación económica, y así ha sido hasta el día de hoy; prefiero hacer literatura, la verdad: con que llegue a DOS personas ya habrá sido más productivo.
Acudimos después al BBVA, donde había realizado aquel pago de esa tasa anterior, y hay que dejarlo bien, pero que muy bien claro: en cosa de dos minutos, e incluso sin ese dato misterioso que faltaba en el documento y que impedía que pudiera ser abonado, esperé mi turno, entregué los folios, el empleado  tecleó en su ordenador unos segundos, cobró (incluidos los 06 céntimos), imprimió los tres papeles y se quedó uno de ellos, y me entregó los otros dos.
Acto seguido nos dimos los buenos días y cada uno siguió viviendo su propia vida.